Te veo en la televisión.
Donde, de por sí, debería dudar de tu existencia.
No debería ver televisión.
Las granadas no caen.
Son llevadas en camiones.
Pesan novecientos gramos.
Y sin embargo, no son suficientes.
Y tus tanques de mentira.
Y los cócteles de mentiras.
Y los látigos de mentiras que azotan la espalda de la idiosincrasia.
Que la han azotado por más de cincuenta años.
Hay los que pintan caras en las paredes.
Los que se venden por techo y trabajo.
Los que son “héroes” y se exilian.
Y abandonan la cara de su madre porque son grandes.
Porque los combatientes no tienen madre.
Porque la hipocresía no cabe en una lata de aerosol.
Porque los cuellos pulcros de los señores estaban llenos de smog.
Porque la estupidez tiene código de barras.
Desde el porche veo.
Que las convicciones duran menos que la batería de un Smartphone.
Muchas guerras de café y galletas.
Muchas sonrisas de poliestireno.
Alfred Sauvy era un pobre imbécil.
Por eso nadie se acuerda de África.
Pero es triste que el hijo de la tierra le grite a sus primos.
Y le pegue a sus hermanos.
La libertad es un problema filosófico.
La cultura es un analgésico discontinuado
El amor es una palabra que pelea con su definición.
El poder solo es poder. De plástico.
Mientras aumenta el precio y disminuye el valor.
Hay una duda importante al lado de la nevera.
¿Estamos para no morir?
¿O morimos para no estar?
viernes, 26 de julio de 2013
sábado, 20 de julio de 2013
“(Reproduciendo) Los Optimistas – Artista desconocido”
Hacía mucho tiempo que no se despertaba temprano. Hacía mucho tiempo que no leía. De repente se apagaron las luces. Al compás de las deudas. Y con las rodillas muy juntas se pulsaban las cuerdas. Cuando llegó a su casa se rompió la frente. Cuando llegó a su apartamento se rompió el pecho. Y viceversa. “Esas cosas no pasan”. Fumaron marihuana. Desmenuzó una ciudad en la punta de su zapato. Se confundió y le besó la cintura mientras le abrazaba el cuello. Le regaló un ascensor. Le regaló un túnel de oscuridad. Más tarde se regalarían una escalera. Tembló. Tembló. Durmió caminando. No durmió. Argumentó y expuso sus ideas. Escuchó atentamente. Se rompían las cadenas. Luego vino la escalera. Pasaron los meses. No pasaron las horas. Pasaban mariposas. En el baño, en la cafetería. Una pluma en la calle. Se quitó un peso de encima. Sacó las alas rotas del armario. Las dejó encima de la mesa. Era demasiado cliché. Levantó vuelo sin alas. Levantó vuelo también. Mariposas en el día. Mariposas en la noche. Gatos en las puertas. Gatos en los estacionamientos. Camus y Cerati. Latte y Expresso. Agradecían por la ineficiencia del servicio eléctrico. Le pidió que cavara. Le pidió que no lo necesitara. Manejaba gritando. Se quitaba los feos lentes de los ojos y se los cubría de ciudad. Se montaba en la acera. Se montaba encima de él. Temblaba. Temblaba más. Hizo líneas sobre las líneas de su espalda. Se llamaron por su nombre. Con sus verdaderas voces. Se quitaron las máscaras. Le sudó la frente. Le sudaron las manos. Se mudaron juntos. No se iban a dormir porque se iban a extrañar. Le disparaba. Lo apuñalaba. Y viceversa. Nada fue bueno. Ni malo. Solo verdadero. “Los impulsos son proyecciones sinceras del alma. Es tu yo interno siendo lo menos hipócrita contigo mismo.” Destruyeron ochenta edificios. En Estados Unidos, en una prisión del estado de Indiana, dejan que los asesinos adopten un gato y lo tengan en su celda. Ellos tenían a todos los gatos. Y ya no hay más QUÉ contar. No QUÉ. POR QUÉ. Porque es su película, no un trabajo metodológico. Es su pintura, y las pinturas son infinitas. Es suya. De ambos. Es su canción. Y las canciones son para siempre.
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