Me quiero romper las manos.
Me quiero quebrar los puños.
Quiero desaprender y recomenzar.
Porque no puedo hacer ni un garabato.
Porque estos lápices me duelen y no me los puedo sacar de
los ojos.
Y me asfixia la foraneidad.
Los abrazos pintados nunca son suficientes.
Una mamá alienada vale más que chaqueta de cuero.
Yo tengo las dos y no las uso.
¿Pero qué son las ilusiones sino tablones de madera,
mojada por la llovizna, en este puente de mecatillo que es la existencia?
“Las cuerdas atan”
¿Qué pasa con la más cuerda de todas? la vida.
La heurística por
disponibilidad.
Las llamadas como hachas.
Los códigos de área y la geopolítica de una lágrima.
Las manos heladas.
La nieve en el pecho.
Daubentonia me señaló.
Y los tímpanos empezaron a destaparse.
Y entonces comprendí que la ausencia es más densa que el
cerumen.
Pero la palma de cera se puede quemar.
Y al cóndor, lo puedo matar.
El mar de avena que se forma desde el tubo de pasta
dental hasta la botella de ron rota.
Como dice el ángel parado de cabeza: “El problema es que
se nos dañó la brújula”.
De la inexistencia de Dios, o de su incurable frivolidad.
El mundo jodido y tú preocupado por un maldito acentó.
Pese a todo, no le sueltes la mano.
Hay un solo túnel, sí.
Pero no es tuyo.
Es de ustedes.
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