También me sentí más ligero.
Nada cómodo, si se toma en cuenta que hace un mes pesaba diez kilos más.
Mi ojo izquierdo entrecerrado. Un maldito orzuelo naciendo.
¡Dolía como el puto infierno! Pero, qué coño. Tenía que levantarme y saber dónde estaba.
Era una jaula.
Quiero decir, literalmente una jaula.
Estaba encerrado en una jaula que flotaba a ocho mil pies sobre el suelo.
Me dolía el ojo.
Me dolía el ojo y tenía hambre pero más que eso, creo que tenía ganas de fumar.
Sin embargo, estaba en una jaula sobre las nubes.
No había nada qué fumar.
La jaula estaba cerrada y mi ojo ya empezaba a hincharse.
No sabía qué coño hacía en una jaula pero tenía la certeza de que no era el único hombre con alas encerrado en una jaula.
Tampoco era un bicho raro.
Son alas.
Y ya.
En lugar de plumas, pelos… es todo.
No era gran cosa.
Quería algo para fumar.
Hubiera hecho una pipa con, no sé, una media.
Y el fuego, bueno, el fuego es una de las pocas cosas que quedan, por las que no tienes que pagar nada.
Maldito ojo.
No sabía cómo salir de allí.
No me importaba cómo había llegado, o quien me había puesto ahí, solo quería bajarme.
Imaginaba cómo sería salir volando de allí.
Nunca antes había volado.
Siempre tuve alas pero nunca las necesité realmente.
Pensé que no debía ser tan difícil.
Quizá.
Ya no veía por el ojo izquierdo y el dolor era tan insoportable que me estaba mareando.
Era como si toda mi cara estuviera dormida.
Dolía como cien alfileres calientes palpitando en mi córnea
*
Me desmayé.
Ya no me dolía el ojo, aunque sentía una bolita sobre el párpado inferior.
Necesitaba salir de esa jaula.
Empecé a desesperarme así que comencé a patear los barrotes.
La puerta.
La cúpula.
Me colgué y me balanceé como un mono que acabara de ingerir éxtasis, pero nada deformaba la jaula.
La adrenalina hizo que mi ritmo cardiaco aumentara y de repente me comencé a sentir muy excitado.
Estaba solo, a kilómetros del suelo y nadie me vería.
Me bajé el cierre.
Hice lo que tenía que hacer.
La tenía muy dura.
Todo en la vida y la muerte es sangre.
Y sentí como si hubieran pasado siglos desde la última vez que había eyaculado.
Cerré los ojos y pensé en todas las mujeres que había conocido en mi vida.
Desde el primer grado.
Una subida de falda.
Un brillo labial con olor a chicle.
Ir a la piscina.
Me gustaba ir a la piscina.
Luego vino el bachillerato.
Abrazarlas.
Cada mes, era evidente cómo crecían.
Como crecíamos.
La universidad.
La promiscuidad.
La infidelidad.
Todos caímos.
Todos perdimos.
Traidores.
Somos traidores excitados que se masturban.
Traidores traicionados.
Me recosté de un barrote.
“Aquí viene”.
Caliente.
Mucha.
Regué el piso de la jaula, con el poco respeto propio que me quedaba.
Y me senté.
Exhausto.
*
Me quedé dormido.
Pero esa vez era diferente.
Me desperté y la jaula estaba abierta.
No solo abierta.
No tenía puerta.
Fue como si una garra gigante la hubiera arrancado y se la hubiera llevado.
Me estaba incorporando cuando sentí un fuerte ardor en la espalda.
Ya no tenía alas.
Había en su lugar dos muñones de carne y hueso quemados.
“La carne humana huele muy bien”.
El dolor era tan fuerte que no podía sentir mi respiración.
Pero, al menos, la jaula ya estaba abierta.
No sabía cómo bajar de allí.
¡Puta!
¡Coño!
Me dolían los malditos muñones.
No me interesaba saber quién me había cortado las alas, solo quería que dejara de doler.
Me acerqué al borde del hueco donde había estado la puerta de la jaula y miré hacia abajo.
Estaba tan arriba que no se veía nada desde allí.
De repente lo supe.
Me giré y admiré la que había sido mi celda todo ese incierto tiempo, y di un paso hacia atrás.
Caer es un verbo que solo se puede usar una vez que se cae realmente.
Cada vez más rápido.
El frío de la brisa me entumeció los miembros del cuerpo.
Ya no me dolían los muñones.
Ya no sentía dolor.
Ya no sentía.
Y mientras me acercaba cada vez más rápido al suelo, pensé en las ganas que tenía de que me faltara despertar una vez más.